Las lunaciones de aquel año de 1524 habían hecho coincidir la celebración del Viernes Santo con el 25 de Marzo. Pero la conmemoración de aquel día venia cargada de espantosos augurios: los astrólogos, los sabios de la Corte, los quirománticos y hasta los cabalistas judíos no tenían ninguna duda en afirmar categóricamente que la inusual conjunción de Saturno, Júpiter y Marte, en la casa de Piscis nos traería un nuevo diluvio universal el cual causaría enormes catástrofes, augurando "LA FIN DEL MUNDO" para aquel mismo Viernes Santo.
Carlos I, que había nacido en un bacín con su siglo, recibió el infausto vaticinio estando en Burgos, siendo ya por entonces el poseedor del más vasto imperio que jamas conociera la humanidad. La osadía de su juventud le había hecho desoír, en un primer momento, aquellos malhadados oráculos, tachándolos arrogantemente de simples patrañas.
Mientras tanto los potentados y nobles, al conocer la inquietante noticia, se apresuraron a refugiarse en sus más altos baluartes acompañados de sus familias y menestrales con gran acopio de viandas. Por otra parte, los más ricos comerciantes habían fletado grandes y poderosas naos, algunos incluso mar adentro, donde salvaguardarse ellos y sus mercaderías, en tanto que las nobles gentes de Castilla; unos se habían acogido en la resignación cristiana al refugio de los templos, mientras que otros, más pragmáticos, habían gastado en diversiones sus pocos dineros, con la intención de arrepentirse justo antes del ultimo de los días. De nada sirvieron las prédicas y octavillas impresas que había lanzado el Insigne Maestro de Alcalá D. Pedro Ciruelo, con las que trataba de sosegar los ánimos de la población intentando demostrar la vanidad del anuncio de tan grande calamidad que a todos amedrentaba
A media mañana del día 22, Martes Santo, un escuadrón de la caballería imperial, pertrechados para la marcha, irrumpió en tropel en la Plaza del Mercado Mayor de Burgos, formando a ambos lados de la puerta del Cordón del Palacio de los Condestables de Castilla donde se aposentaba el Emperador. Grande fue la alarma y expectación de los vecinos que como todos los martes celebraban mercado y grande fue la apresurada muchedumbre que siguiendo el resonar de los cascos de los caballos por las empedradas rúas se arremolinó frente a la explanada del palacio. D. Carlos, viendo que se aproximaba el anunciado día de “La Fin del Mundo”, se había dejado llevar de los consejos del de Xebres, su principal valedor, y como medida de precaución había decidido trasladarse al vecino convento de Jerónimos de Fredesval, sito a pocas leguas por el Real Camino de Santander.
Sonaron clarines y nácaras mientras los jinetes de la imperial hueste humillaban sus picas, exornadas con el gallardete de Castilla, ante la presencia de la apuesta figura del joven emperador que cabalgando un soberbio corcel abandonaba el palacio seguido de los principales de su corte, a su derecha se reconocía al Condestable D. Iñigo, por su larga y guedejuda melena blanca, y a la izquierda Laxao, fácilmente identificable por su rubicundo rostro. Cerrando el séquito cabalgaban nobles castellanos revestidos de capas aguaceras, pues el plomizo cielo ya barruntaba las presagiadas grandes lluvias, y también acompañaban caballeros teutones tocados todos con sus inconfundibles gorras de velludo carmesí guarnecidas de plumas, cada uno a su color.
La imponente comitiva se abrió paso entre las genuflexiones de los trajineros que por el Camino del Pescado de Santander se dirigían a la Puerta de San Gil donde debían pagar las tasas por introducir el pescado fresco y las salazones que se consumirían durante la preceptiva abstinencia del Viernes Santo. El amenazador celaje y el desolado ambiente circundante sobrecogían, incluso, a los más veteranos y bizarros jinetes de la escolta de Guardias Españolas que no dejaban de mirar de soslayo las inquietantes nubes.
"A la llegada del César Carlos al monesterio, todos los freires Gerónimos con el Abat en cabeza salieron a besarle las manos..."
y allí quedó el hombre más poderoso del mundo recogido en oración esperando fatalmente el advenimiento del último de los días. Sin duda pudo haber elegido entre sus muchos y ricos palacios situados a mejor recaudo en otros parajes de su imperio, pero quiso resignarse a morir en aquel austero convento gótico donde su atormentada madre Dª Juana había podido velar los restos de D. Felipe, su padre. Así, al anochecer del Jueves Santo el Gran Carlos de Castilla y de Gante, se dispuso a pasar la ultima noche de la humanidad, allí en penumbra, postrado en oración ante un Santo Sepulcro tan solo alumbrado por cuatro velones fúnebres, mientras aquellos Grandes Señores del Imperio con sus armas y galas enlutecidas por crespones negros, daban guardia al rededor del Sagrado Túmulo entre un impresionante silencio tan solo roto tímidamente por las oraciones de Fray Antonio de Guevara con las que intentaba reconfortarles ante los aciagos acontecimientos que se avecinaban.
Con el alba, un cortante viento, más que lluvia, presagiaba nieve y unos tímidos rayos de sol iluminaron la estancia colándose entre las góticas ojivas del claustro, aún así decidieron proseguir en ayuno y oración durante todo el Viernes donde debía sobrevenir tan grande calamidad.
"Ya en la mañana se acercó D. Iñigo a D. Carlos diciéndole, con gran pesar y congoja, que su bisabuelo, D. Juan II de Castilla en unas sus Cortes de Burgos en 1447, había dado la Ley de “El Perdón del Viernes Santo de la Cruz”, por el cual Perdón se indultaba desde entonces, cada año a un reo, diciéndole que si bien quisiera pudiera exculpar al su sobrino D. Pedro Girón, hijo del Conde de Ureña que se había alzado contra el capitaneando la revuelta comunera, estando desde entonces preso, esperando la ejecución y ya que todos habían de morir en aquel día que aún le llegase el indulto de su imperial gracia.
Mesóse la barba el Emperador y también muy quedo contestóle de los muchos pesares que le habían causado a el y a toda Castilla aquellos nobles levantiscos que contra el se habían soliviantado, confundiendo al pueblo tras de ellos para no perder sus preeminencias, desacreditando el buen nombre de las gentes Castilla, haciendo que el mismo mirase desde entonces con ojos mas desdeñosos al Reino de su madre mientras tenia que ver con mas agrado los apoyos que recibía de los tudescos de la línea de su padre, pero que si Dios Nuestro Señor quería perdonar a Nos y nuestros súbditos de nuestras muchas iniquidades, sin hacerles perecer en aquel desaventurado día, el otrosí haría perdonando a D. Pedro."
"Oyó esto Fray Antonio y ansí le hizo llegar una carta al hijo del Conde de Ureña:
“En este monesterio de Fres del Val he predicado la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y la Pascua al nuestro César, en el cual tiempo el Condestable y yo hemos hablado en vuestro negocio; por lo cual debéis estar muy cierto que el Condestable os hace obras de buen tío y yo de buen amigo...”.
Pasóse el Viernes Santo sin los temores esperados y ni una solo gota llovió. El día de la Pascua llegó con un sol confortante y los tañidos de las campanas de todas las Iglesias de Castilla se mezclaron con las albricias de las gentes que corrían a dar gracias a Dios. Aquel mismo día 27, Domingo de la Resurrección firmó D. Carlos una su Real Cédula donde constaba el perdón otorgado al que fuera Capitán General de la Junta de las Comunidades que contra el se había sublevado.
Como colofón a esta crónica, cabe recordar que aquél renovado voto del “Perdón del Viernes de la Santa Cruz” se sigue concediendo; a petición de las cofradías, cada año desde aquel 1.447, aunque tal vez muchos de los indultados lo desconozcan, lo mismo que desconocemos muchas de aquellas antiguas leyes y foros que engrandecieron Castilla llegando hasta otros reinos y aún perduran.
(Véase también “EL PERDÓN DEL VIERNES SANTO DE LA CRUZ”, entrada de Abril 2009)